El dictador de la chequera, por Felipe Ferro

El Ministerio de Hacienda en cualquier gobierno serio es la columna vertebral de la estabilidad económica. Pero en la Casa de Nariño, Gustavo Petro parece verlo como un simple accesorio desechable.

En poco más de tres meses, el país tiene un nuevo ministro de Hacienda, el cuarto en la administración, y la razón de la destitución del anterior no puede ser más alarmante: dijo la verdad.

Diego Guevara se atrevió a advertirle al presidente que no se puede gastar más de lo que hay, que el país enfrenta un déficit fiscal del 5,1% del PIB y una deuda del 60,6% del PIB, cifras que por sí solas harían temblar a cualquier gobernante sensato.

Pero Petro no quiere sensatez, quiere obediencia ciega. Prefiere ministros que aplaudan sus caprichos, aunque nos lleven directo al abismo económico.

No sorprende que la calificadora de riesgos, Fitch Ratings haya bajado la perspectiva de riesgo de Colombia a negativa esta semana, advirtiendo que la crisis fiscal es inminente si el gobierno sigue con su desenfrenada política de gasto. La salida de Guevara agrava la incertidumbre y refuerza la imagen de un gobierno errático, donde las decisiones se toman con sentido dogmático e intransigente y no con la cabeza fría de la responsabilidad financiera.

El mismo José Antonio Ocampo, el primer ministro de Hacienda de Petro, lo advirtió: tanta rotación en el gabinete solo genera desconfianza.


El nuevo ministro, Germán Ávila, tiene algo que Guevara no: lealtad incondicional a Petro. Fue su compañero de andanzas en el M-19 y ahora, décadas después, vuelve a su lado, no por mérito, sino por conveniencia. Su experiencia en gestión pública no es precisamente un aval de transparencia; su paso por Metrovivienda en la administración de Lucho Garzón terminó con escándalos de platas que nunca se aclararon del todo.

El problema de fondo no es solo la constante rotación de ministros, sino la ausencia de un rumbo económico claro. Colombia necesita estabilidad, seguridad jurídica y confianza para atraer inversión, pero en su lugar tenemos improvisación y decisiones guiadas por ideología y no por realidad económica. Cada salida abrupta de un ministro clave ahuyenta a los inversionistas y nos acerca más al colapso.

El mensaje del gobierno es claro: aquí no hay espacio para la razón ni la técnica, solo para la obsecuencia. Mientras tanto, los colombianos pagamos el precio de la improvisación y el desgobierno.

Cuando las cifras no cuadren, cuando la inversión se detenga y el país se sumerja en una crisis económica, Petro hará lo de siempre: culpará al pasado, al “neoliberalismo” o a los “enemigos del cambio”. Pero los números no mienten: la irresponsabilidad fiscal nos está llevando a la ruina, y el dictador de la chequera no aceptará razones hasta que el pozo esté seco.

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